Este es el relato de un padre que podría ser el tuyo o el mio:
Mis dos hijos son lo más importante para mí. He intentado estar presente en su desarrollo y crecimiento desde que son muy pequeños. Renuncié a un buen puesto en mi anterior trabajo para poder trabajar menos horas y poder estar en casa temprano. No creo que exista algo así como el padre perfecto, pero creo tener los méritos para ser considerado un buen modelo para mis hijos. Nadie tiene una paciencia eterna -o al menos yo no la tengo- pero estoy ahí cuando me necesitan, jugué con ellos cuando eran más pequeños y los aliento y apoyo para que hagan las cosas que más les gustan.Pedro, es el mayor. Al igual que yo es fanático del fútbol. Juega en el equipo de su escuela. Es un tipo muy sociable. Tiene buenas calificaciones y es un chico responsable y muy maduro. Le gusta salir como a cualquier joven de su edad pero nunca se ha metido en problemas graves. Su hermano menor, Andrés, no es el “señor popular” pero tampoco es el rechazado de su escuela. Es más retraído y le gusta pasar más tiempo a solas. Es un gran lector como mi esposa y se la pasa en su habitación escuchando música, jugando Play Station o metido en la computadora. Los dos son muy cariñosos y unidos. Si pelean, es por estupideces que se suelen resolver fácilmente. Ninguno de los dos salió rebelde o contestador.
Normalmente los chicos se van en bicicleta a la escuela porque nuestro apartamento queda relativamente cerca. Pero el día que sucedió todo estaba lloviendo a cántaros. Por eso su mamá me pidió que los lleve en mi coche antes de irme al trabajo. No me costaba nada, además era viernes, me sentía de buen humor. Y con lo fuerte que llovía era mejor cuidar a los niños.
Estaba a tres cuadras de la escuela camino a mi trabajo. Había un tráfico del demonio. Llovía como si se fuera a caer el cielo. Al parecer había un accidente más adelante en el camino. Cuando quise cambiar la radio miré hacia el asiento del copiloto y vi que estaba la bolsa plástica donde Andrés llevaba su almuerzo. Estaba perfecto de tiempo y el tráfico me tenía loco, así que apenas pude di la vuelta en U y volví a la escuela a llevarle la comida a mi hijo. “Que gran padre soy”, pensé.
Entré al edificio donde alguna vez había estudiado yo mismo para entregarle el almuerzo a mi hijo en sus manos. Mientras recorría los pasillos recordé historias antiguas y no pude evitar sentir algo de nostalgia. Con ayuda de una profesora llegué al salón de clases de Andrés. Apenas miré por la ventana quedé aterrado con lo que vi. Mi hijo estaba sentado en uno de los puestos de atrás tomando apuntes mientras hablaba el profesor. Mientras tanto tres idiotas que estaban más atrás que él, le lanzaban bolitas de papel empapadas en saliva en la espalda. No sabía si llorar o entrar corriendo a la clase y hacer justicia con mis propias manos. Sólo atiné a quedarme observando un rato a ver qué pasaba.
Después uno de los abusadores hizo una bola más grande, la llenó de escupo y luego la lanzó con fuerza a la cabeza de Andrés. Él miro hacia atrás con una cara de asustado que nunca le vi en casa. Los dos otros matones aprovecharon que mi hijo les miraba de frente para darle en la cara con dos nuevas bolitas. El profesor no sé si era ciego o qué, pero seguía como si nada hablando y anotando unas ecuaciones que tenía en la pizarra.
Era una tortura lo que estaba mirando. Pero la gota que rebalsó el vaso fue cuando uno de los abusadores se paró de su pupitre, le dio con la mano abierta un golpe tan fuerte en la nuca a mi hijo que sus lentes cayeron al suelo. Luego el maldito simio, si me permiten llamar así a un chico de 15 años, los pisó. Después siguió caminando hacia el basurero que había en la parte delantera del salón para botar un papel. El profesor nuevamente nada. Me hervía la sangre. No podía soportarlo más… y el maldito abusador volvió como si nada a su asiento mirando con una sonrisa maliciosa a sus otros dos compinches. Mi hijo miraba sus lentes quebrados. Su rostro me mató. Algo se disparó en mi cabeza…
Abrí la puerta del salón con mucha fuerza. Creo que ese ruido despertó a todos los alumnos que parecieron salir de un letargo. Todos me miraron con ojos inquisidores. El profesor se quedó callado, examinándome de arriba a abajo, esperando que le diera una respuesta de por qué había interrumpido su clase magistral. Yo no dije nada. Crucé la sala de clases con la bolsa del almuerzo en la mano y la dejé sobre la mesa de mi hijo que no entendía nada. Después me giré hacia donde estaba el líder de los matones.Lo agarré con fuerza del cuello de su camisa y lo levanté de su silla. Creo que con ese mismo impulso lo lancé hacia la muralla de atrás. Su espalda chocó contra una cartulina que tenía unos recortes de diario pegados. Luego puse mi puño en su cara con fuerza aplastándole la mejilla y le dije en voz baja: “Te voy a matar si vuelves a acercarte a Andrés. Te voy a matar”.
No sé cuanto duró todo. Pero después entre el profesor y tres alumnos consiguieron apartarme del pequeño simio que ahora lucía más como una rata asustada llorando en el suelo. Después llegaron más profesores y el guardia de la entrada y una multitud de voces me gritaban cosas. Yo estaba sordo. Sólo tenía ojos para mi hijo que me miraba desde su silla con la boca abierta pero sin decir nada. Mientras me sacaban a la fuerza del salón le guiñé un ojo y dejé que me arrastraran fuera del lugar.
El resto son reuniones, trámites, abogados, papeleos escolares y citas judiciales. Mis hijos ya no van a esa escuela. Yo no me puedo acercar a más de 500 metros a la redonda del pequeño José Luis. Sí, así se llamaba esa rata abusadora….