El surtido era muy variado, prácticamente todo podía comprarse allí: enormes yates, casas, una pareja, el puesto de vice-presidente de una corporación, dinero, hijos, el trabajo soñado, un buen cuerpo, la victoria en un concurso, grandes automóviles, poder, éxito y muchas cosas más. Lo único que no se vendía allí eran la vida y la muerte, eso era tarea de la oficina principal que se ubicaba en otra galaxia.
Lo primero que hacía cada uno de los que llegaba a la tienda (porque hay quienes ni siquiera iban a la tienda, y se quedaban en su casa cruzados de brazos cuidando su deseo) era preguntar el precio de su deseo.
Los precios eran todos diferentes. Por ejemplo, el trabajo soñado costaba el renunciar a la estabilidad, y predictibilidad, requería estar listo a planear y estructurar la vida por cuenta propia, usar la seguridad en sí mismo, tener confianza en las propias fuerzas y el permitirse trabajar donde dictase el corazón y no donde la sociedad ordenara.
El precio del poder, por su parte, era un poco más alto: había que renunciar a algunas de sus convicciones, saber encontrarle una explicación racional a todo, saber aplacar a los demás y valorarse a sí mismo (y hacerlo casi sin escatimar), darse la oportunidad de decir “yo“, hablar de sí sin importar si los demás estaban o no de acuerdo con eso.
Algunos de los precios parecían extraños, el matrimonio podía obtenerse casi sin dar nada a cambio, pero tener una vida feliz era muy caro: hacían parte de su precio el tomar para sí la responsabilidad de la propia felicidad, la capacidad de disfrutar la vida, el conocer lo que se quiere, el negarse a gustarle a todos, la capacidad de valorar lo que se tiene, el permitirse ser feliz, el ser consciente del valor propio, el negarse a ser la víctima, el riesgo de perder algunos amigos y conocidos, y la firme determinación de amar.
No todos los que llegaban a la tienda venían listos para comprar un deseo al instante. Algunos se decepcionaban y se marchaban luego de ver el precio de su deseo. Otros pasaban largo tiempo pensando, contando de nuevo lo que tenían y analizando de dónde sacar lo que les hacía falta. Otros empezaban a quejarse por lo alto de los precios, pedían descuentos o preguntaban cuándo serían las promociones.
Había otros que traían todos sus ahorros y recibían a cambio su deseo tan anhelado envuelto en un lindo papel de regalo dorado. Con cierta frecuencia también aparecían aquellos que recibían sus deseos sin pagar nada porque eran amigos del dueño, los demás los miraban con envidia y recelo.
Cuando le preguntaban al dueño de la tienda si no temía ganarse muchos enemigos o quedarse sin clientes él negó con la cabeza y respondió que siempre habría valientes dispuestos a arriesgarse, cambiar su vida, renunciar a tener una existencia predecible y común, aquellos capaces de creer en sí mismos, con la fuerza y los medios para pagar el precio de la realización de sus deseos.
Una cosa que también recuerdo es que en la puerta de la tienda durante cientos de años estuvo colgado un aviso que decía ”Si tu deseo no se ha cumplido es porque aún no lo has pagado".
Autor: Yulia Minakova (psicóloga)