Casey, una joven estudiante, caminaba por el centro de la ciudad una mañana antes de ingresar a clases. Hacía frío y, aunque iba apurada, se detuvo a ver cómo un mendigo recolectaba las monedas que la gente pudiera darle. El hombre deambulaba por las calles tocando las ventanas de los autos. Casey lo observó un rato y continuó su recorrido hacia una cafetería en la esquina. Esperó en la fila, hizo su pedido habitual, y una vez que tomó asiento, lo vio nuevamente.
“Estaba de pie y miraba los precios. Lo vi contar las monedas que había recolectado en la calle, para ver si con ellas podía comprar algo. Entonces me acerqué a hablarle. En un principio fue frío, creo que porque nadie nunca le hablaba. No sé qué me llevo a hacerlo, fue un impulso o algo así. Le ofrecí un café con tostadas y él las aceptó de inmediato”.
Casey se quedó conversando con el mendigo por largo rato, él le hacía preguntas y ella las contestaba con entusiasmo. El hombre estaba muy sucio, tenía la ropa agujereada y hablaba en voz baja, como asustado.
“Me contó que su padre lo había abandonado al nacer y que su madre murió poco tiempo después producto de un cáncer. La historia era terrible y yo me angustié mucho. Pero él disfrutaba de su café como si no hubiera tomado uno hace años”.
El mendigo le admitió que lo único que quería en la vida era poder ser un orgullo para su madre.
“No lo conseguí”, dijo entristecido.
“Realmente no sé por qué le ofrecí el desayuno, desconozco las razones por las que me acerqué a hablarle. Eso me genera mucha curiosidad”, aseguró Casey.
Tras más de una hora de conversación, ella se dio cuenta que estaba atrasada para su primera clase del día.
“Debo irme”, le dijo y se despidió amablemente.
El mendigo percibió el cariño que ella le había entregado y, mientras lloraba, le entregó un papel con una nota. Se lo dejó en la mano, se puso de pie, y se marchó antes que ella lo hiciera. Al leer lo que el papel decía, Casey se paralizó por completo.